lunes, 28 de septiembre de 2015

Argenchino

Aquella eventualidad iba a resultar falsamente anticipatoria para Norah, ya que llevaba unos meses con Ezequiel en el monoambiente luminoso del barrio de Almagro y nunca había necesitado hacer una compra de última hora.
Ni bien ingresó al supermercado tuvo la impresión que estaba por cerrar; vio poca gente en ese local espacioso y le pareció raro el saludo tan amable de los empleados. Cuando recorría un pasillo con productos envasados la conmovió una señora mayor: al caminar apuntalada en su bastón bamboleaba las caderas obstruyendo por completo el paso y volteando algunos artículos en ambas góndolas.
“Querida, por favor, ¿me alcanzarías un envase chiquitito de bayonesa?” “Claro, ¿qué marca?” “La más económica, hija… Me olvidé los cuatrojos”.
Norah de pronto percibió la presencia silenciosa del chino adulto, quien al entrar la había recibido con afectada sonrisa; enseguida giró la cabeza y el hombre bajó la vista precipitadamente haciendo que acomodaba mercadería.
“Aquí tiene”. “Muy amable, Dios te bendiga, hijita”.
Siguió curioseando; la señora, a sus espaldas, se alejaba jadeante.
Norah volvió a sentirse incómoda al fondo del galpón porque acodado en su mostrador el carnicero con porte rioplatense la examinaba de arriba abajo. Este jean marca demasiado y la camisa de seda resalta el busto, reconoció para sus adentros, ruborizándose.
Al regresar hacia el único acceso dos jóvenes muy flacos alineaban rejas en la vereda. Conjeturando si los dueños eran realmente chinos, coreanos o japoneses, apoyó el paquete de sal fina, un shampoo con algas marinas y dos bocaditos dulces frente a la lectora laser cubierta por una franela amarilla, notando definidos rasgos orientales también en la menuda cajera. 
“Paga todo”. “¿Aceptan tarjeta?” “Paga todo, señora”. “Tomá, cobrate”.
Sobre la caja registradora constató, observando imágenes captadas por cámaras fijas en una pantalla led dividida en varios rectángulos para cubrir la totalidad del establecimiento, que definitivamente no quedaban clientes. La cajera tecleaba sumando vaya a saber qué, al mismo tiempo Norah advertía, por el rabillo del ojo izquierdo, la persistente mirada del verdulero que no era asiático sino de origen andino. 
 “¿Cuánto?”, estalló Norah, “pero si son tres cosas locas…” “Paga todo.” “A ver, ¿cómo es que pago todo?” “Paga suyo y señora golda”.
En ese momento se acercó el chino adulto para tratar de esclarecer aquel pequeño mal entendido. Le indicó realizando ampulosos ademanes que la señora con bastón la había señalado. “Señora golda lleva más, bolsillo…,” indicaba el chino metiendo una mano en su pantalón. “Compla dos, esconde cinco”, separaba los dedos delante de su cara.
Norah hizo una mueca despreciativa; en escasos segundos había transformado su enojo repentino en aplastante impotencia.
“Bueno, está bien, cóbrese todo…”, confirmó reafirmando con la cabeza.
Sólo quería salir, llegar de una vez a su departamento.
La china menuda, sonriendo, le dio las gracias; Norah temblaba al recibir su tarjeta, y sin decir palabra corrió arrebatadamente hacia la calle, extraviando el shampoo para cabello graso que usaba Ezequiel. 


Cuento que integra el libro inédito “La Majas”.

 S.F.

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