Aquella eventualidad iba a resultar falsamente anticipatoria para Norah,
ya que llevaba unos meses con Ezequiel en el monoambiente luminoso del barrio
de Almagro y nunca había necesitado hacer una compra de última hora.
Ni bien ingresó al
supermercado tuvo la impresión que estaba por cerrar; vio poca gente en ese local
espacioso y le pareció raro el saludo tan amable de los empleados. Cuando
recorría un pasillo con productos envasados la conmovió una señora mayor: al caminar
apuntalada en su bastón bamboleaba las caderas obstruyendo por completo el paso
y volteando algunos artículos en ambas góndolas.
“Querida, por favor, ¿me alcanzarías un envase chiquitito de bayonesa?” “Claro, ¿qué marca?” “La más económica, hija… Me olvidé los cuatrojos”.
“Querida, por favor, ¿me alcanzarías un envase chiquitito de bayonesa?” “Claro, ¿qué marca?” “La más económica, hija… Me olvidé los cuatrojos”.
Norah de pronto percibió la
presencia silenciosa del chino adulto, quien al entrar la había recibido con afectada
sonrisa; enseguida giró la cabeza y el hombre bajó la vista precipitadamente haciendo
que acomodaba mercadería.
“Aquí tiene”. “Muy amable, Dios
te bendiga, hijita”.
Siguió curioseando; la señora,
a sus espaldas, se alejaba jadeante.
Norah volvió a sentirse
incómoda al fondo del galpón porque acodado en su mostrador el carnicero con
porte rioplatense la examinaba de arriba abajo. Este jean marca demasiado y la
camisa de seda resalta el busto, reconoció para sus adentros, ruborizándose.
Al regresar hacia el único
acceso dos jóvenes muy flacos alineaban rejas en la vereda. Conjeturando si los
dueños eran realmente chinos, coreanos o japoneses, apoyó el paquete de sal
fina, un shampoo con algas marinas y dos bocaditos dulces frente a la lectora
laser cubierta por una franela amarilla, notando definidos rasgos orientales
también en la menuda cajera.
“Paga todo”. “¿Aceptan tarjeta?”
“Paga todo, señora”. “Tomá, cobrate”.
Sobre la caja registradora constató,
observando imágenes captadas por cámaras fijas en una pantalla led dividida en varios
rectángulos para cubrir la totalidad del establecimiento, que definitivamente
no quedaban clientes. La cajera tecleaba sumando vaya a saber qué, al mismo
tiempo Norah advertía, por el rabillo del ojo izquierdo, la persistente mirada del
verdulero que no era asiático sino de origen andino.
“¿Cuánto?”, estalló Norah, “pero si son tres
cosas locas…” “Paga todo.” “A ver, ¿cómo es que pago todo?” “Paga suyo y señora
golda”.
En ese momento se acercó el
chino adulto para tratar de esclarecer aquel pequeño mal entendido. Le indicó realizando
ampulosos ademanes que la señora con bastón la había señalado. “Señora golda
lleva más, bolsillo…,” indicaba el chino metiendo una mano en su pantalón. “Compla
dos, esconde cinco”, separaba los dedos delante de su cara.
Norah hizo una mueca despreciativa;
en escasos segundos había transformado su enojo repentino en aplastante impotencia.
“Bueno, está bien, cóbrese todo…”,
confirmó reafirmando con la cabeza.
Sólo quería salir, llegar de
una vez a su departamento.
La china menuda, sonriendo, le
dio las gracias; Norah temblaba al recibir su tarjeta, y sin decir palabra
corrió arrebatadamente hacia la calle, extraviando el shampoo para cabello
graso que usaba Ezequiel.
Cuento que integra el libro inédito “La Majas”.
S.F.
No hay comentarios:
Publicar un comentario