sábado, 21 de marzo de 2015

Así como empezó la noche

No podía obviarse la hora, porque de esa hora, del día jueves, y de sus maquinaciones aumentadas por el hartazgo, dependía su futuro. Los vio llegar dispuestos, comentaban estupideces que les hacían olvidar del estudio, del taller, de la oficina, del banco, de aquello que habían hecho y que acaso intentarían de nuevo. Lo saludaron prestándole poca atención, entonces se puso a pensar: jamás le daban propina y el Pelado mal nacido iba a dejar la mesa como un chiquero. “Ciertas cosas no se toleran, nadie las tolera”, murmuró roncamente, secando otro vaso. Ellos entraban a la cancha, luego de haber desenfundado sus respectivas paletas, de haber amontonado sus bolsos, y de hacerle señas para que les llevase el agua mineral sin gas. “Hoy va caliente”, sentenció, se le dibujaba una sonrisa por imaginar al Gordito con la boca seca, sudando, tragando, despotricando. Para ese momento andarían perdiendo (peor el Flaco -su compañero de juego -envanecido propietario de la cuatro por cuatro), seguro Angel ya le aflojaba las tuercas de la llanta izquierda, la del lado del volante, y ahí ni Fangio, no hay dirección que valga. Seguía esa fosforescencia amarilla (ahora volaba sobre la red), paladeando el esperado lujo de maltratarlos (ahora picaba en la pared del fondo), justo iba a rechazar el Canoso, a quien le tenía menos bronca (ahora la pelota rebotaba contra el alambrado), quizás porque era más viejo. “Qué joder, nada de achicarse, se la merecían y listo”, rezongó en voz alta. Colegía basándose en que la prueba principal había quedado bien visible en las flagrantes abolladuras del capot de la camioneta del Flaco, confirmada la coincidencia del color con los datos aportados por ese único testigo, que olvidó la patente pero pudo ratificar la hora. Avizorando sus movimientos recordaba a Luisa sin consuelo, preguntándose por enésima vez ¿quiénes sino ellos?, las cuatro basuras que nunca le hacían caso, ensuciando los baños, robándose pelotitas, siempre últimos en salir y con varias cervezas adentro, además iban derecho por Loyola, la calle que Luisa cruzaba cuando venía a buscarlo. Le era imposible borrar de la memoria la figura de su mujer entubada en aquella cama de hospital, mientras los veía divertirse: el Flaco sacaba haciendo gestos soeces, su reloj de oro titilando al sol declinante de la tarde. Le era imposible borrar a Luisa demacrada, fría en ese condenado cajón, y su regreso del cementerio, esa difusa y atroz sensación de vacío, las ganas de llorar contenidas explotándole en los ojos. Finalmente los veía terminar el partido, al Gordito dándole un abrazo a su acólito, sus sardónicas risas, su insultante alegría; sin embargo en un rato van a estar tomando cerveza tras cerveza, hablando pavada tras pavada, hasta que entrada la noche se levanten para irse, caminen haciéndose chistes, suban a la cuatro por cuatro, doblen por el vetusto empedrado de Loyola, y vaya a saber... 

S.F. 

Este texto fue publicado por primera vez en la revista Paddel Total, en 1992, e integra el libro de cuentos "La vida muerde", 2004.

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