lunes, 24 de noviembre de 2014

Cemento Discoteca

Publico este texto en recuerdo y agradecimiento a Omar Chabán, creador de Cemento.
Capital Federal, 1986
En el barrio porteño de Constitución, sobre la mano par de la calle Estados Unidos, uno se extrañaba con el frente totalmente oscurecido de aquel enorme galpón transformado en discoteca. Para la fecha en cuestión habían anunciado al grupo de teatro alternativo La Organización Negra que estrenaba U.O.R.C. Teatro de Operaciones, definida por sus propios integrantes como: “un conglomerado de operaciones teatrales en estado de ficción con los espectadores”. Por ser viernes, en una fría noche del mes de julio, resultaba curioso que esa interminable fila para sacar entradas se alargara hasta la esquina de la calle Salta. Sin embargo, había otra fila no menos importante de invitados en dirección contraria, y en la vereda opuesta se ubicaban los indecisos y quienes aguardaban el llamado de Omar Chabán, estrambótico dueño de la disco junto con su hermosa mujer, la actriz Katja Aleman, para meterse de favor, porque el ingreso previsto de veintitrés a veinticuatro era muy estricto, debido a que tenía un cupo. Recuerdo que mezclada con el público invitado se destacaba por su altura la actriz Susú Pecoraro, que charlaba animadamente con el gesticulante locutor peruano Hugo Guerrero Marthineitz; también se destacaba la presencia de Daniel Molina, colaborador de la revista El Porteño, junto al vistoso poeta Fernando Noy y el actor habitué franco argentino Jean Pierre Noher entre otros notables talentos artísticos. Las intervenciones de La Organización Negra por lo común resultaban un suceso en sí mismas, convocando gente de diversa procedencia y edades, escondían la particularidad de causar ciegos consentimientos o férreos rechazos, casi en partes proporcionales. Aquella noche estaba acompañado por María Marta, mi novia, quien al oír algunos pocos comentarios previos me empezó a tirar del brazo para que nos volviéramos, y yo trataba de convencerla utilizando la lógica, diciéndole: “vos estás loca, cómo te van a mojar en una obra de teatro y peor todavía en pleno invierno”, ante la sonrisa cómplice de mis mejores amigos. 
Adentro, en la pista que mantenían totalmente sombría, advertimos que el show se iba a producir sólo en ese ámbito cuando nos fueron haciendo pasar. De pronto, explotó un trueno en la cerrada oscuridad y, por tramos, empezaron a prenderse reflectores y láser, los cuales destacaban a varios hombres o mujeres colgados de arneses. Subido a una torre había un muchacho con chaquetilla militar que rompía tubos fluorescentes en la espalda de otro fornido, también vestido con ropa de fajina y borceguíes, y, paralelamente, en distinto sector, una chica muy delgada daba volteretas en el aire mientras recibía una catarata de agua. Los asistentes, desacostumbrados a ser partícipes de espectáculos, casi inmediatamente nos amuchamos contra los rincones. Apelando a sostener la dinámica se sucedían los números, en esa amalgama especial de teatro y circo, donde en ningún momento se hacía uso de palabras. La música, en gran medida original, o sea, compuesta para ese trabajo, retumbaba acorde a los movimientos de los actores, recargada de sonidos percusivos y melodías interpretadas con sintetizadores o guitarras eléctricas. En suma, aquello pretendía ser una experiencia envolvente que no dejara tiempo para pensar; todos éramos partícipes activos, nos sentíamos inmersos en una especie de tren fantasma en el que iba apareciendo un elenco monstruoso y nos sorprendía y desplazaba cada vez terminando acorralados. En medio de la batahola perdí a mi novia y amigos pero, por suerte, al rato terminó el espectáculo y se encendieron las luces y una amplia mayoría marchamos presurosos hacia el lado de la larguísima barra de cemento. 
Cuando volvimos a encontrarnos con María Marta recién ahí, digo, en ese instante, ella y mis supuestos mejores amigos, que seguían impolutos, a las risas me hicieron notar que yo parecía escapado del festejo de la obtención de un título universitario, aunque no fuese el único ni mucho menos salpicado y tiritando en aquella gélida madrugada sabática.

S. F.
Este escrito pertenece al libro: “Aguafuertes de los ochentas”, 2014

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