miércoles, 23 de julio de 2014

Ese infinito recorrido de pasos

El hombre sentado en una silenciosa sala de espera observa, con cierto patético aburrimiento, que esa construcción de principios del siglo veinte, situada sobre la Avenida de Mayo en pleno centro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, está mal reciclada, o, mejor dicho, han relacionado con pésimo gusto elementos antiguos y modernos que nunca se podrían haber unido temporalmente hablando. Analiza con cierta consistencia pero, de pronto, lo distrae un taconeo que parece ascender por los escalones de mármol. Son zapatos de mujer, deduce, sintiendo la métrica perfección de aquellas pisadas; incluso, especula girando un poco la cabeza para oír mejor, debiera ser joven, porque son pisadas firmes, resuenan propinadas con una misma energía compensatoria para ambos pies y así equilibran el esfuerzo de la subida. Por algún motivo relaciona ese repiqueteo al recuerdo de aquel fabuloso metrónomo siempre en movimiento sobre el brillantísimo piano vertical alemán de la casa de sus abuelos, o al inalcanzable reloj pendular que de chico miraba fijamente en la peluquería, aunque también a la gota machacona que cae de la canilla del baño con el cuerito flojo del que nunca se ocupa pese a que le interrumpe el sueño. Divertidamente imita el ritmo de los pasos de la mujer golpeándose sus rodillas con las palmas de las manos. Le cuesta la coordinación, cero reflejos condicionados, se ríe. Trata de disimular su ansiedad confirmando que es una mujer de mediana edad quien, sin mirarlo, sigue su marcha hacia la derecha, saliendo de cuadro, para perderse por el pasillo. Le llama la atención esa prominente panza, su andar elástico, calculando que carga con un embarazo de seis o siete meses. El hombre teoriza que la mujer, con el mero hecho de caminar, está en concordancia con la naturaleza, que sus pasos, simétricos, son la música del cosmos. Sístole y diástole, las matemáticas humanas en forma consumada (disfruta de la frase eufónica), todo el esplendor del desarrollo de la transmisión genética, doce mil años desde que el primer Homo sapiens se puso de pie y, como la mujer, sin saberlo, contaba ya con movimientos pautados, cíclicos, que la propia conformación del universo incluía. El hombre se reacomoda en la dura silla de plástico y le viene a la memoria el momento en que Ariel, su primogénito, justamente se encontraba en esa difícil etapa en la que debía pasar del gateo a ponerse de pie. Sonríe al tener presente que tanto su hijo como los demás lactantes y él mismo y por supuesto sus ancestros, han tenido que sortear esa etapa, y lo continuarán haciendo las sucesivas generaciones también de manera instintiva, sin que medien instrucciones o exigencias y, al lograrlo cada vez, con una mínima o precaria estabilidad, al fin probarán cómo es pisar el mundo. El hombre considera, seriamente, que la evolución de la especie humana se basa en esos dubitativos primeros pasos. Pero un rato después, también asocia ese momento con otra inolvidable imagen, en blanco y negro, la de aquellos inaugurales astronautas que recorrían a saltitos la tosca corteza lunar. Aunque por algún curioso motivo reconoce que hay algo más valioso contenido en los pasos de la joven mujer embarazada que subiera los gastados escalones de mármol. Acaso porque concibe que esas pisadas, las de la mujer, además, llevan todo el peso del origen de un género, la superposición de voluntades sumadas durante milenios para que él mismo esté sentado en aquella luminosa sala de espera, razonando un concepto reducido en la palabra realidad. Y en ese acto mecánico, como el acostumbrado deslizar por intermedio de las extremidades, oscilando los brazos para impulsar el cuerpo hacia adelante, sosteniendo el peso de la cabeza con el tronco, unido al vientre preparado para engendrar, esa joven mujer que venía subiendo la gastada escalera de mármol, sin saberlo, estaba contribuyendo, en su caso doblemente, a perpetuar ese gran secreto, el misterio de la concepción, que no es otro que el mismísimo misterio de la vida. 

S. F.

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