lunes, 24 de marzo de 2014

Archienemigo

Parabarabarabarabarabarabá... Batman. Corría en círculo sin perderle pisada al chillón, a quien vigilaba por los agujeros del antifaz de cartulina. Chocando involuntariamente contra la ropa tendida al sol, pisaba adrede rajaduras tapadas por pintura asfáltica, inventando que eran gusarapos negros, desperdigados por aquel techo embaldosado de ciudad Gótica, la capa de bolsa de consorcio a la que le faltaba el logotipo cobraba vuelo. Parabarabarabarabarabarabá... El chillón prisionero de la insulsez más pura, sollozando estertores infantiles, siempre sentado en esa sillita de madera albinegra pintada con los colores del Club Atlético All Boys, lejos de la baranda del balcón mientras, cada tanto, era acribillado por los gotones que el viento arrancaba de las prendas. El superhéroe murciélago pasaba a su alrededor tirando golpes que lo rozaban, maldiciendo recórcholis, rayos y centellas hasta que el baboso villano cabezón reaccionara a los gritos pelados como en las noches en que no dejaba dormir. Aquel pobre parecía pensar, si no lloraba, presa del miedo con el que había venido al mundo, y a través del cual daba la impresión de vivir en el mundo. Parabarabarabarabarabarabá... “Il uomo pipistrello” como lo denominaba su abuela calabresa al verlo disfrazado de Batman, corría incansablemente por la terraza imbuido en su éxtasis endorfínico, las medias grises subidas por arriba del pantalón de gimnasia obligatorio en la escuela, ajustando la cuadrada hebilla de bronce del cinturón que cada tanto se le bajaba. A diferencia de la televisión, su mente iba registrando todo a color: el cálido aire matutino, sus pulsaciones agitadas, la energía de las piernas, los brazos aleteando, esa seguridad de respuesta que da el cuerpo en la niñez. Parabarabarabarabarabarabá... Quebrando la tibieza de aquella mañana irrumpía, sorprendentemente, una ráfaga interminable de metralla, y, a los segundos, el arranque impetuoso de un auto que salía despedido hacia delante y en la esquina frenaba sonoramente y doblaba en una misma maniobra sin rebajar velocidad. El hombre murciélago no utiliza armas, se defiende con sus puños de las balas, repetía nuestro superhéroe que ahora era una máquina de luchar contra el mal lanzando puntapiés por debajo de un largo pollerón. Por unos minutos se impone un silencio como de madrugada, pero los chillidos fortísimos del chillón, que bien se podían confundir con sirenas de ambulancia y patrullas policiales, provocaban todavía más a Batman quien vaticinaba el refuerzo de durísimos secuaces. Parabarabarabarabarabarabá... De pronto aparecen cuatro hombres saltando por los techos. Uno, el de pelo largo y campera de cuero marrón diarreico, se lleva por delante la primera de las sogas donde está tendida ropa; otro, de estatura mediana y pantalón vaquero con anchísimas bocamangas, por mirar hacia atrás se tropieza con el chillón quien lo hace caer. Batman cree realmente que llegaron los refuerzos pedidos por su archienemigo y les grita: “Alto, deténganse, en nombre del bien, ¡temblad malhechores!”, emulando la voz gruesa del doblaje televisivo, alzando el puño parapetado desde su puesto entre sábanas blancas con verticales rayas celestes. En la escuela, los demás chicos envidiaban que lograra el difícil tono jocoso del personaje “Guasón”, pero, además, incluso se daba el lujo de sacar sin esfuerzo la vocecita aflautada de “Robin, el Chico Maravilla”, y hasta le salía muy bien la del “Jefe O'Hara o Comisionado Fierro”. El último de los hombres en su huída, aquel que usaba unos bigotes a lo mejicano, casi por reflejo disparó varias veces su pistola semiautomática hacia el lugar donde había escuchado aquella orden y continuó su escape saltando hacia el techo lindero. Abajo, en la calle adoquinada, recién empezaban a asomarse los vecinos que se habían ocultado por el tiroteo y, al oír más tiros, retrocedieron con cierto patetismo y ridiculez característico de las películas mudas. Ya acudían los Ford Falcon particulares, a los que sobre el techo le acoplaban una alarma grande como una torta, Unimog del ejército, aceitunadas camionetas F100 carrozadas como ambulancias y hasta una autobomba de los bomberos que hacía repicar su sirena de manera horrísona. Parabarabarabarabarabarabá... El chillón se mantenía inmóvil y en silencio, conservando la misma posición de la caída: volcado contra su costado izquierdo, la boca torcida inmersa en un charco salivoso al que le sentía marcado gusto a orina. Babeaba enfurecido sin perder de vista su sillita y más allá al archienemigo, a quien veía también sobre las baldosas rojizas aunque cuerpo a tierra, el antifaz volado por arriba de la frente, los ojos que lo vigilaban sin pestañar, callado y quieto como nunca. El chillón petrificado por el miedo, calculadamente reaccionó al oír pasos, identificándolos en medio de tanto alboroto. Entonces levantó un brazo agitándolo en el aire y lo sostuvo desesperadamente. Reconoció que era su madre quien subía saltando de a dos los escalones porque pronunciaba el nombre de su hermano con una voz desecha, desconocida, casi un alarido macabro. Hizo su reclamo agudísimo y bestial hasta desgarrar los pulmones, agitándose como con un ataque de epilepsia. Pero esta vez su madre iba arrebatadamente, sin que le importara pisar todas aquellas prendas recién lavadas, al auxilio del paladín de la justicia. 

El cuento “Archienemigo” pertenece al libro inédito: “El universo lúdico”.

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