lunes, 24 de febrero de 2014

El Pozo Voluptuoso

Capital Federal, 1989

Ubicado en pleno barrio de Palermo, más precisamente sobre la calle Honduras a la altura del 4900, se encontraba este antro bajo tierra. Sospecho que su nombre surgió de las dimensiones del local, porque era un amplio sótano pintado de colores que al descender por una escalera angostita se abría hacia la izquierda y al otro extremo mostraba una barra bien puesta con taburetes fijados al piso, al fondo el escenario y los baños. En este ámbito también se hacían puestas de teatro under pero ese jueves de septiembre a la una de la madrugada iba a tocar Orge con su banda de rap, género totalmente nuevo para el rock casero, originado en las calles del barrio Neoyorquino de Harlem, donde la mayoría de sus habitantes sufrían extrema pobreza y analfabetismo. Ya desde los medios locales alentaban a optar por este tipo de música que por supuesto no venía sola, se completaba con una manera de vestir y los gestos ampulosos del andar prototípico de los adolescentes negros norteamericanos y había que escucharla en radio grabadores gigantes que los “raperos” colocaban en las anchas esquinas para bailar. Aunque también surgía como una manera distinta de inclusión para los marginados en general, que con este tipo de expresión parecían haber recuperado su orgullo, pero además era utilizada como método de protesta y, visto desde ese ángulo, se volvía indiscutible y maravillosa su eficacia. Esa noche primaveral fui con una hermosísima chica alta y dorada que extrañamente no se sacaba los anteojos de sol ni para dormir, a quien había conocido apenas la semana anterior en otro pub citadino. A simple vista Lorna parecía turista europea, pese a ser tan porteña como el obelisco, debido a su permanente actitud de sorpresa y a esa pronunciación extraña por haber tenido que superar la tartamudez de su infancia. Conseguimos una mesa cercana al escenario y pedí ginebra con hielo y una gaseosa light lima limón para Lorna, que era “abstemia de nacimiento”, así le gustaba definirse. Orge, inesperadamente por lo menos para mí, salió al escenario muy pasado del horario en que se lo había anunciado acompañándose sólo con un radio grabador estéreo. Cortaron la música del ambiente, lo iluminaron con unas potentes luces y como verdadero maestro de ceremonias empezó su show manejando los tiempos con precisión estilística. Cada vez que quería darle un beso en la boca a Lorna y otras tantas veces sin mediar ese intento, me daba una pastillita: “para el aliento”, explicaba. Y recuerdo la única tarde que pasé a buscarla por su casa porque salió a recibirme con una especie de protector bucal como el que usan los deportistas: “Sufro de bruxismo”, aclaró enseguida, como si dijese “estoy resfriada”. Casi mordiendo el micrófono Orge rimaba el remate de sus frases, articulándolas a los movimientos corporales, pero sobre todo a los compases marcados por ese sonido serruchante de batería electrónica. Y en medio del concierto sucedió lo esperado, tuvimos que salir dos veces a la vereda para “respirar aire puro”, pese a que Lorna afirmaba no ser claustrofóbica, “sólo me asquea este olor fuerte a cigarrillo”, decía con dulzura de púber. Cuando volvimos por segunda vez nos habían quitado la mesa y vimos parados desde la barra cómo Orge gesticulaba ofensivamente con las manos de dedos regordetes desde el borde del escenario donde un foco le daba de lleno agrandando su figura de por sí voluminosa. “Parece la pantalla de mi velador”, bromeaba Lorna, refiriéndose al fez de color rojo que sorprendentemente se mantenía incólume sobre la cabeza de nuestro rapero. Iba por mi quinta ginebra y empezaron a importarme poco los comentarios y pedidos constantes de mi hermosísima interlocutora, es más, me pegué a su cuerpo y balbuceaba en su oído e intenté abrazarla y besarla. Hasta donde recuerdo terminé esa fatídica noche con la grotesca sensación de estar metido en un pozo muy profundo y rodeado por miles de gordos que reían a carcajadas.
S.F.


Esta crónica pertenece al libro: Aguafuertes de los ochentas, 2014.

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