Cuando lo fue a buscar el sinsentido se había ausentado y no supo qué hacer.
S.F.
Cuando lo fue a buscar el sinsentido se había ausentado y no supo qué hacer.
S.F.
Capital Federal, 1987
Texto incluido en el libro Aguafuertes de los ochentas, 2014.
La presente obra delimita el espacio que circunscribe a la literatura y a la historia en el mismo eje, sin caer en los avatares del relato histórico. El texto forma un discurso narrativo donde el tiempo de la narración es mayor que el dato historiográfico. El recorte que el autor ha realizado de la historia de Malvinas, porque es una historia penosa pero lo es al fin, (y no necesitamos recordar cuáles fueron sus causas y sus efectos) es el más acertado para su obra. La descripción deja vislumbrar ciertos matices del plano de la experiencia que no llegan a embarrar la narración. El autor acierta con el trato que hace del tema, ya que lo descomprime mostrándonos ciertas pinceladas del asunto. Refresca ciertas escenas, recupera ciertos personajes y allí gana su esfuerzo por no centralizar la obra en el eje típico de guerra.
Por un microsegundo la mirada de Hugo se comunicó a través del grueso vidrio con unos intensos ojos cafés. No le surgió levantarse de su mesa, ni siquiera girar la cabeza para acompañar el desplazamiento de la chica, pese a haber sentido algo especial en ese ínfimo intercambio ocular. Recién con el paso del tiempo, Hugo aprendería que en la vida ninguna situación se repite, y que la palabra destino se va forjando sobre un sinuoso eje, afirmado en coincidencias semejantes a la experimentada aquella soleada mañana de agosto.
S.F.
Alejo observa a una bandada de pájaros desplazarse sobre pasto recién podado; van a los saltitos, girando sus cabezas nerviosamente, parecen controlar el alrededor con su visión binocular, comunicándose entre sí a través de breves chillidos agudos, tan veloces como todos sus movimientos. Carecen de un dios, piensa Alejo; ni falta les hace, funcionan unidos por la desconfianza, porque dependen de su pericia para sobrevivir.
S.F.
Cuando yo cursaba el quinto grado de la escuela primaria, en respuesta a una broma que hice dentro del aula durante el recreo, mi compañera de banco, sin decir palabra, me aplicó un puntapié en los testículos. Recuerdo el dolor, me cubrí con ambas manos y arqueé el cuerpo hacia delante, lloraba. Ni bien entró la señorita Elena, con sus enormes anteojos de sol y el peinado a lo Mafalda, preguntó agravando su voz de mando qué estaba ocurriendo. Ante mi hipada versión de los hechos y frente a las justificaciones de mi compañera de banco, observando que yo no paraba de lagrimear, instó al grado a que coreara el estribillo de una canción. Así las cosas, además del dolor que persistía, rojo de vergüenza por el papelón, tuve que reprimir impulsos de todo tipo pellizcándome los muslos, mientras oía: “Dicen que los hombres no deben llorar...”, versión libre entre sonrisas y burlas, con la vista clavada en los labios rosados de la señorita Elena, quien reflejaba el jolgorio del grado a través de sus negros anteojos.
Pasé años sin poder llorar, demasiados, diría yo. Llegado el caso apretaba fortísimo las mandíbulas, pensando en cosas agradables. En ese lapso empecé a escribir, no por aburrimiento, fue un efugio, absoluta necesidad. Después aprendería que cuando uno se pone a pensar para qué escribe deja de escribir. Volviendo al tema, sólo largamente superada la adolescencia, amparado por la semioscuridad de un cine, lloré en silencio. Pasó el tiempo, pero finalmente entendí que la señorita Elena, aplicando la docencia como abre una incisión un cirujano, me estaba obligando a crecer.
S.F.
La puerta principal de aquella casona cercana a la playa se abrió de par en par y un alazán entró relinchando de pavura; todavía jadeante, el hocico tenso, sus fauces abiertas mostrando los dientes, quedó inmóvil en el centro mismo del living, donde a la luz de una alta lámpara de pergamino brillaban los cuerpitos rayados de dos Mastacembélidos, quienes se quedaron boquiabiertos, sumidos en la contemplación a través del vidrio de tan imponente cuadrúpedo.
S.F.